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La Marea

La inscripción lapidaria, aquel epitafio promesa envejece en las grietas de mis piedras: “El poema eres tú” fue acaso mi última certeza.  Se...

Sala de espera

Contaba con un gotero el líquido por el que navegaban cada vez más distantes los barquitos de papel que mi único hermano jamás me volvería a hacer, cuando llegó el señor Rafael. Apareció con su paso lento arrastrando el dolor del cuerpo, hablando entre sollozos y con el temor a la muerte en los ojos. Le cedí el puesto, busqué ayuda e intenté brindarle consuelo. Él no tenía más remedio que esperar una ayuda del gobierno o que reventara su vesícula; lo que ocurriera primero. Hace mucho tiempo yo supe lo que era vivir con una  bomba de tiempo por dentro.

Parecía mentira que apenas hace un momento, yo recordaba el último de sus versos: "las aves se van cuando hace frío", recitó sombrío y vulnerable, en medio de un concierto dedicando el poema de luto a su madre. Esa noche tras el aplauso, los presentes distraídos por el espectáculo quizá ni habrán notado cuando insistí en abrazarlo. Ahora después de tanto pensarlo, ¿cómo es posible que nadie más acudiera a consolarlo? Hoy era un hecho penoso verle en la sala de espera más solo que en los escenarios. El señor Rafael no parecía recordarme y no quise perturbarle recordándole el luto en ese espacio. Su mirada perdida, cada uno de sus espasmos y la fragilidad de sus ochenta años realmente me hacían pedazos.

Sin ningún motivo aparente me dio sus números de contacto y yo sólo podía tomarlo como un grito de ayuda, como si tal vez más nunca le oiría recitando. Las enfermeras a su paso le insistían reclamando que se hiciera la ecografía pronto; que buscara dinero y no siguiera esperando. Qué triste fue verle apoyándose de las paredes frías, sabiendo que iba tan lejos si es que llegaba a lograrlo. ¡Qué espanto la vejez pobre, la agonía en solitario! Y yo allí sin poder ayudarlo: el señor Rafael estaba vivo y yo ya quería llorarlo...

Él, sin embargo, se detuvo para volver a verme y sonreírme brevemente: "gracias por todo. Buena suerte". Se fue sin saber que conservo su voz en mi mente, aunque ¿cuánto tiempo podría recordarle vívidamente?Aún en el hábito interdiario de aferrarme a las últimas palabras de mi hermano: "y te voy a buscar", cada vez le oía más lejano. Aquél anciano se fue sin saber que compartimos de la vida los versos y de la muerte, el miedo; no por mí, sino por este panteón que llevo por dentro, lleno de barquitos de papel sin puerto... con la fosa lista para el próximo muerto: mi padre, tal vez. Mi padre tan parecido al señor Rafael, cantándome "la piel de mi niña huele a caramelo y al mango dulcito que se da en mi pueblo". Y yo aquí en la sala de espera, esperando evitarle otro duelo. 



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