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La Marea

La inscripción lapidaria, aquel epitafio promesa envejece en las grietas de mis piedras: “El poema eres tú” fue acaso mi última certeza.  Se...

Narrando

En la cola del restaurante, el hombre adelante usaba el tiempo para deleitarse en el modo espejo de la cámara de su teléfono. Con el dedo meñique se aseguraba de la simetría de sus cejas; con el índice, acariciaba el borde de su barba perfectamente delineada. Se levantaba además desde las raíces sus pestañas. Con el pulgar y el índice  separaba milimétricamente  las hebras del copete de su cabello, reforzado por algún pegoste removible con un balde de agua, irresponsablemente en época de sequía. La lozanía de su piel impoluta no le preocupaba; se ocupaba de todo cuanto fuera pelo. Satisfecho ya con la perfección de su obra, advirtió mis ojos sobre sí asumiendo con confianza absoluta mi admiración, cuando en realidad buscaba en un diccionario palabras para aquél espectáculo de autocontemplación masculina. Me concedió el privilegio y también la inocencia de preguntarme a mí, peluda de los pies a la cabeza, palabras más, palabras menos, si tengo novio. Nunca sabrá por qué me eché a reír. Ya imaginaba la fantasía sexual más salvaje de este tipo conmigo: depilarme, sacarnos las cejas, plancharme el pelo, dejarme como un maniquí y echarme un polvo, pero el polvo compacto que compró con su mejor amigo.

Pero maduremos, no todos los hombres son así. Volteo y el hombre de atrás comienza a hablarme de los precios. Me dije "bueno, un venezolano promedio", hasta que empezó a vociferar que él iba a pagar mucho menos que nosotros, los involucionados, porque él "Gracias a DIOS es VEGANO". 

Just another day to die alone. 

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